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Pero la gente de cada nación se hizo su propio dios y los instalaron en los templos de los lugares altos que habían construido los samaritanos. Cada una de las naciones obró así en la ciudad donde residía: (II Reyes 17, 29)
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones: «No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los samaritanos. (Mateo 10, 5)
La samaritana le respondió: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. (Juan 4, 9)
Muchos samaritanos de esa ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que hice». (Juan 4, 39)
Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. (Juan 4, 40)
Desde hacía un tiempo, vivía en esa ciudad un hombre llamado Simón, el cual con sus artes mágicas tenía deslumbrados a los samaritanos y pretendía ser un gran personaje. (Hechos 8, 9)
Cuando los Apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que los samaritanos habían recibido la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. (Hechos 8, 14)